—Otra ronda y unas bravas. — le
dices al camarero sin ni tan siquiera preguntarme si me apetece seguir allí
contigo.
Menuda decepción. Reconozco que
soy un poco Antoñita la fantástica, pero es que fue tan emocionante volver a
saber de ti. Estaba yo en casa tranquila, haciendo la faena un sábado
cualquiera, con la radio de fondo, escuchando no sabía bien ni que dial y empezó
la entrevista. Y de pronto esa voz. La reconocí al instante. ¡Cómo olvidarla
aunque hubieran pasado más de 25 años! Dios mío, no sabes el vuelco que me dio
el corazón. Me paré a escuchar lo que decías y resultó que estabas en la cuidad
presentando un libro que habías escrito sobre agujeros negros o qué se yo.
Siempre fuiste un tipo súper listo. Y eras tan sexy, tan alto, tan rubio y tan
de todo. Madre mía, no recuerdo que nadie me haya puesto tan cachonda como tú
lo hacías, pero claro también es cierto que con 18 años me ponía cachonda todo
lo que se movía. Por suerte o por desgracia ahora soy algo más selectiva.
El
caso es que al escucharte, automáticamente me vinieron mil recuerdos a la
cabeza. Reviví en mi mente el día que entraste por primera vez en aquel garito
cutre donde yo trabajaba. Y cómo te reíste de mi inglés macarrónico al
preguntarte que querías tomar. Y luego vacilarme diciendo que en realidad eras
un rubio de Murcia pero que llevabas 2 años en Londres haciendo un Máster y que
continuamente te tomaban por autóctono. Me pareciste un hijo de puta faltón y
vacilón, pero simpático. Vaya, el tío perfecto por el que colgarse. Recuerdo
cada minuto de aquel primer encuentro y cómo me ardía la sangre cada vez que me
mirabas de reojo desde tu mesa. Y yo sirviendo pintas mientras temblaba por
dentro, intentando disimular aquel subidón hormonal que me producía tu
presencia. Muy loco todo. Y cómo te fuiste al baño, previamente dejándome una
nota sobre la barra que rezaba: VEN CONMIGO. Y como yo, hipnotizada y
totalmente fuera de mí, fui. Y follamos en aquel lavabo mugriento que en tu
compañía me pareció una suite del puto Ritz. Y sí, también recuerdo cómo al
salir del lavabo mi jefe estaba en la barra hecho una furia y al verme en aquel
estado de éxtasis total, a lo Santa Teresa, empezó a increpar en slang,
cagándose en todos mis familiares. Y me echó a la puta calle. Y yo salí del bar
y en la puerta encendí un cigarro bajo el cielo plomizo de esa puta ciudad. Y
tú me seguiste dejando a tus amigos dentro. Y me cogiste de la mano y me
llevaste a tu ruinoso apartamento de donde no salimos en una semana y cuando
salimos fue para no volver a saber el uno del otro porque así lo decidimos
ambos, soñadores bohemios que necesitaban mantener en su memoria el recuerdo,
quizá el único en nuestras vidas, de una relación divertida y preciosa, sin los
finales trágicos que prometían llegar a la edad adulta. Pero el destino quiso
que ese día pusiera la radio y no algún disco. Y quiso que estuviera en casa y
no por ahí tomando el vermú.
Automáticamente me puse en modo
stalker, buscando información sobre ti en las redes. Era muy curioso que en
tantos años nunca lo hubiera hecho, pero es que tu recuerdo era para mí algo
sagrado e inviolable. Ahora tenía claro que era una señal y que era el momento
de volver a verte. Fue muy fácil encontrarte, medio famosillo entre los de tu
campo. Mi primer impacto fue ver tu foto. Te habías convertido literalmente en
un señor mayor, no eras ni rastro de lo que yo recordaba. La foto de la contraportada
de tu libro mostraba a un tipo medio calvo de pelo blanquísimo, muchas arrugas
y un traje rancio. Según mis cálculos ni siquiera habías cumplido los 50. Qué
bajona me dio. Pero aún así decidí seguir adelante y enviarte un mensaje a
través de Twitter. Tardaste menos de una hora en responderme mostrando tu
alegría y tu alboroto por volver a saber de mí. Y tres frases más tarde
estábamos quedando para tomar cervezas al día siguiente en una terraza del
Raval. Y yo, a pesar de haberte visto viejo y fatal, me puse como una moto de
carreras solo al pensarte. Mira que son malas las expectativas.
Total que hoy es el día D. Me
despierto hecha un manojo de nervios, me ducho, me depilo (nunca se sabe…), me
pongo cremita, me enfundo mis mejores galas interiores y exteriores y me voy en
tu busca. Llego casi media hora antes, el tiempo justo para tomarme un par de
cervezas previas que aplaquen mi ansiedad y mi tembleque. Me excita tanto la
situación que tengo que hacer grandes esfuerzos por poner cordura al tema. Cuando
casi estoy acabando la segunda cerveza te veo aparecer a lo lejos: tejanos,
polo y mocasines. En realidad no es mi rollo, pero tienes mejor pinta que con
el traje rancio. Bienvenida, abrazos y besos. Hueles como a Brumel. Joder, qué
mal. Pero no pasa nada. Empezamos a recordar viejos tiempos y sacamos lo mejor
de ambos en un juego de seducción que tú exageras más que yo, básicamente
porque compruebo que lo único que me pone de ti a día de hoy son los recuerdos.
Me cuentas que estás casado aunque especificas que de vez en cuando te gusta
ser un poco travieso. Solo escuchar esa palabra me da la risa. Te vas
retratando. Pero intento seguirte el rollo mientras me pregunto dónde está el
tío aquel que conocí. Me vacilas de trabajo, de éxito en la vida, me enseñas la
foto de tus dos hijas. Una de ellas con ciertos problemas de conducta y yo
intento atender a todas tus movidas vitales que, ciertamente querido, me
importan una mierda. Me lloras diciendo lo difícil que es todo, mantener una
familia, cierto estatus social, los viajes, la chispa del matrimonio… Y yo cada
vez me aburro más y más. Otro hombre que desde su poltrona masculina se queja
de lo difícil que es la vida. Que pereza dais, de verdad. Y para colmo es que
caigo en la cuenta de que aparte del primer ¿cómo estás? de cortesía, aún no te
has preocupado lo más mínimo de cómo va mi vida. Sigues dándome la chapa y
tirándome los tejos en un discurso cada vez más absurdo. Vas por la segunda
cerveza y empiezas a estar pedo. Yo voy por la cuarta y mantengo la compostura.
Y aunque me estoy meando muchísimo, me sabe mal cortarte la perorata infumable
sobre tu vida y milagros. Y hablando de milagros, se materializa en forma de
camarero que como por arte de magia aparece para preguntar si queremos algo
más. “Otra ronda y unas bravas”, balbuceas. Yo aprovecho para ir al baño y
respirar. Tú me sonríes y me das permiso. Como si lo necesitara.
Me bajo las bragas, me siento en
la taza y saco el móvil. Mensaje de una amiga:
“Nena, ¿qué tal la cita? En
cuanto vuelvas pásate por casa y me cuentas, que voy a estar aquí todo el día”. Y lo veo clarísimo, salgo del
baño, pago la cuenta y salgo por la puerta lateral del bar para que no puedas
verme. Cuando ya estoy en la estación de Francia, subo al tren que parece que
me esté esperando. Veo dos llamadas perdidas tuyas. Entonces mando dos mensajes simultáneos:
"Amiga, voy para tu casa, ahora te
cuento. Abre una botella de vino porque nos vamos a reír".
Y el otro para ti, espero que lo
sepas encajar bien, siendo un hombre de mundo como eres:
"Me he tenido que ir. Nada urgente, solo
que me pareces un ser aburridísimo salido de las cavernas. Qué pena, no quería
recordarte así. Suerte en la vida, chico travieso".
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