8M

Consigo meter a la niña en el carro en un tiempo récord, igual me da tiempo de pasar por el parque antes de ir a recoger a el otro. El otro es mi hijo. Me dijeron que lo ideal sería tener una parejita. Lo ideal, ¿para quién? Estamos a punto de salir y por un segundo pienso en mí y me doy cuenta de que me estoy cagando. De hecho, me doy cuenta de que desde que salí esta mañana hacia el curro no he cagado. No me da tiempo a cagar, es así. Cuando me entran ganas, de pronto recuerdo que hay algo más urgente y lo dejo pasar y así voy por la vida: olvidando cagar. Olvidándome de mí. Perdonad que sea soez, pero es que es así. 

Le dejo la tablet a la niña para que se entretenga mientras voy al baño. Me siento mala madre, escucho en mi cabeza todas esas voces chirriantes de madres modelo diciendo que las pantallas vuelven tontos a los niños. Pienso en que ya me fustigaré luego, después de cagar. Entro en el baño, me bajo el pantalón, las bragas y me dispongo a tener un minuto de paz, pero el perro ha entrado conmigo. Sí, también tengo perro, necesario para una familia perfectamente estructurada. Lo echo a empujones con las bragas en los tobillos. Ni un puto minuto puedo estar sola, joder. Mientras aprieto, abro Instagram. Explorar. Posts variopintos y aleatorios aparecen ante mis ojos. Veo un reel de una señora estupenda que tiene 5 hijos, una casa de diseño y hace tortitas con arándanos confitados que cultiva en su jardín entre parto y parto. Pienso en que mierdas hago yo con mi vida que ni tiempo tengo de ir al baño. Luego aparece otra tipa haciéndose un skincare a lo japonés de 20 millones de pasos. Así, asegura, puedes llegar a los 50 con una piel luminosa y perfecta. No debe tener ni 20 años, la muy cabrona. Me pongo tan enferma que facilita el tránsito intestinal. Estoy a punto de acabar, cuando veo otro video de un tipo musculoso declarando que él solo folla con mujeres de gimnasio, que para eso se machaca 4 horas al día. Yo sí le machacaría, pero el cerebro contra un bordillo. Esta declaración acaba de finiquitar mi faena de manera muy eficaz, aunque ahora lo que tengo son náuseas al ver toda la basura a modo de legado que se van a llevar mis hijos en cuanto accedan a las redes. 

Escucho un golpe, unos sollozos y seguidamente un llanto desconsolado en el exterior, me subo los pantalones corriendo a ver qué ha pasado pero caigo en la cuenta de que ni siquiera me he limpiado el culo. Me vuelvo a bajar los pantalones, grito a mi hija que se tranquilice, que mamá ya sale de cagar, me limpio como puedo y voy corriendo a ver qué drama me espera en el pasillo.  La tablet descansa en paz estrellada en el suelo, el perro con cara de no haber roto un plato mueve la cola a unos metros del cadáver y mi hija con cara de pena mira la escena desde el carro, vomitada de arriba a abajo. Otra vez, no me lo puedo creer, otra vez se ha vomitado. Tiene un virus. Los niños siempre tienen virus. Todo el rato. Cuando no son mocos son cagaleras, cuando no son vómitos. Son una fuente inagotable de fluidos. Mientras la limpio y la vuelvo a cambiar a toda velocidad, recuerdo ese momento en el que mi pareja me dijo, mientras follábamos, que se iba a correr dentro y que me amaba. Ya llevábamos meses debatiendo la opción de los hijos y aunque mi voto era No sabe/No contesta, sí que es cierto que la ilusión de él me decantaba un poco la balanza del suicidio vital que me resultaba tener descendencia. De pronto llevaba semanas pensando que no tenía por qué ser tan malo. Y accedí. Con la oxitocina a todo meter soy muy fácil de convencer, a mí me echan un buen polvo y me dejo hacer hijos sin pensarlo demasiado. Y así fue. Y no una, sino dos veces. 

Que sí, que adoro a mis hijos, que ser madre es muy bonito y toda esa mierda que te venden. Pero qué quieres que te diga. La palabra es: SOBREVALORADO. La maternidad es una trampa, es un juego al que estás destinada a perder. Perder tu independencia, perder tu suelo pélvico, perder tus tetas turgentes, perder tu descanso de 8 horas, perder el sexo estupendo con tu pareja, perder, perder, perder. Es así. No me jodas. 

Salgo de mi ensoñación y salimos rumbo al parque. Putas ganas tengo, pero la niña manda. No soporto a esas señoras que debaten fervorosamente sobre snacks saludables, de cero azúcares y que hablan a sus vástagos de 4 años como si fueran licenciados en literatura clásica. Me siento un bicho raro con ellas. Yo a veces me desespero y grito. Si joder, grito a mis hijos. Porque me superan muchas veces. Y también les doy nocilla de vez en cuando y otras le dejo la tablet 5 minutos para respirar. Siempre que las oigo me siento mal por no llegar dónde ellas llegan, por no hacer bocadillos de pan de espelta bio con paté de alcachofas para sus meriendas y de no hablarles con toda la delicadeza que debería. Yo les lavo los dientes si les doy chocolates, a veces vocifero, pero también me los como a besos hasta dejarles las mejillas rosadas. A veces no me peino, a veces ni me da tiempo a ducharme, pero ellos van niquelaos. A veces, como ahora, me tengo que justificar. Siento que muchas veces me tengo que justificar. 

Mientras, veo a mi hija revolcándose en la arena como una marrana mientras el resto de críos juegan ordenadamente con sus palas y rastrillos. De hecho, una de las madres se acerca ofreciéndome un cubito para que mi hija deje de liarla con la arena. Le doy las gracias y le comento que estoy enseñándola desde ya a no crearse castillos de arena.  

- Cuanto antes aprenda, mejor - le digo. Me mira con cara rara unos segundos y se aleja de mí. 

Miro el reloj y me doy cuenta de que nos tenemos que ir ya. Es más, ya vamos tarde. Recojo a mi hija de la arena, parece una croqueta. Llora porque nos vamos. Llora todo el rato esta niña. Es como yo, siempre llorando. Una intensa. Le sacudo la arena, la ato al carro y salimos del parque sin despedirnos con mi hija dejándose los pulmones ante la injusticia vital a la que la acabo de someter. Vamos muy tarde joder, pero la cría ya se ha calmado y canturrea feliz con la cara llena de chorretones de lágrimas y tierra. Parece que se haya hecho una mascarilla. 

Recojo a mi hijo de percusión y nos dirigimos hacia casa. Sí, mi hijo hace percusión, cosa que como imaginaréis ayuda mucho en mi tranquilidad y paz mental hogareña. Sí, tengo un hijo que en sus ratos libres aporrea cosas para hacerlas sonar, herencia de su padre que fue batería de joven. Tenía un grupo tributo a The Who y obviamente él se pensaba que era el mismísimo Keith Moon. El niño es la gran promesa de la familia. Él piensa que su hijo va a ser el gran músico que él no llegó a ser, yo pienso que me da igual lo que haga mientras le guste y me deje tranquila 2 tardes por semana. Así que todo bien. Todo bien hasta que el niño me comenta que este año para carnaval se quiere disfrazar de Maluma. Hago como que no lo escucho porque no entiendo nada. Le saco el bocadillo de mortadela de olivas y lo empieza a devorar con avidez, en eso también se parece a su madre. En eso y en la empanada que lleva siempre encima.

Tropieza, sale el bocadillo volando, él cae al suelo y se deja las rodillas en la acera y el chándal con otro agujero pendiente de remendar por su abuela. Mientras intento consolarlo limpiándole las heridas, su hermana, por solidaridad ha empezado a berrear (otra vez) sin consuelo. Ahora lloran ambos con una compenetración casi fantasmagórica. Como el que tiene motivos es más difícil de consolar, le dejo su espacio para que finalice su llanto y me acerco al carrito a ver que puedo solucionar allí. Beso a mi hija, le hago carantoñas, le doy un peluche, le saco el agua, pero nada la consuela y yo quiero llorar con ella. Meto la mano en el bolso en busca de algo que la entretenga y lo toco. Toco mi salvación. Mi única salvación ahora mismo. Estoy a punto de convertirme en la ganadora del premio a la peor madre del mundo, pero no puedo más. 

Saco el chupete que supuestamente le dimos a Baltasar en la cabalgata, lo lavo con agua para quitarle la mierda incrustada procedente de los restos del fondo de mi bolso y se lo ofrezco. Ella me mira entre sorprendida e incrédula, no entiende de dónde ha salido tal delicatessen después del por saco que le hemos dado con el temita. Pero no hace preguntas, me mira de soslayo, se mete el chupete en la boca, se gira y se tranquiliza. Es automático. Yo me siento vencedora y pura mierda, todo a la vez, pero estoy tan hasta el coño que la culpabilidad me dura 3 segundos. 

Mi hijo, durante mi pequeña ausencia, ha recogido el bocadillo del suelo y se lo ha zampado. Así, tal cual. Le queda el último bocado y corro a quitárselo de la boca, pero él es mucho más veloz que yo y lo engulle. En fin, sin comentarios. Seguimos el camino hacía casa que, como siempre, se presenta ante mí como una aventura, un lapso de tiempo en el que todo puede ocurrir. Pero nada raro acontece, conseguimos llegar a casa sin ningún percance nuevo excepto las 37 paradas en cada bordillo para subirlo y bajarlo saltando a pata coja. 

Abro la puerta y oigo ruido en la cocina. El ex batería que me preñó 2 veces y que duerme conmigo está empezando a hacer la cena, besa a los niños, me besa a mí y me ofrece una copa de vino. Me dice que ha salido antes del trabajo para que yo hoy pueda descansar y que, a partir de ese momento hasta el final del día, él toma el mando. Me sugiere que me relaje y vaya al baño porque me ha preparado la bañera. Supongo que debe haber pensado duchar a los niños en el friegaplatos. Pero me lo suda y le hago caso, ya se apañará. 

No entiendo nada la verdad. ¿Qué día es hoy?, pienso. Y es entonces cuando todo encaja. Él me vuelve a besar y me susurra al oído: Feliz 8M cariño. 

Cuando me sumerjo en el agua solo puedo pensar en una cosa: si lo llego a saber, me espero para cagar ahora.




Comentarios

  1. O-le-tu-co-ño!!!!!
    No tengo mas que añadir!

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