LO QUE TE MERECES


Miraba el vacío abrirse a sus pies. Un suave viento de primavera le arremolinó la melena que voló como si tuviera vida propia, como preámbulo de lo que iba a acontecer aquella tarde de Abril. Nunca pensó que el día de su muerte iba a ser tan precioso, tan cálido, tan perfecto. Siempre había imaginado un día cerrado, de esos en los que de pronto suena un trueno y se rompe el cielo. Pero ni una sola nube asomaba en aquel azul cegador. 

Su encapotada mente sí que vestía chubasquero y botas de agua. Las ideas y recuerdos se le acumulaban una encima de otra, como un mar de olas gigante que no cesan, en el que el fin de una de ellas da paso a la siguiente y es imposible avanzar para adentrarse en él. Ese tipo de mar en el que sabes que si entras para intentar salvarte, te vas ahogar. Su estado mental contrastaba con las escenas que estaba divisando mientras esperaba su caída: algunas azoteas con barbacoas humeantes mostraba fiestas de familiares o amigos, una pareja se besaba apasionada a las puertas del bar de la esquina, los pájaros sobrevolaban su cabeza cantando felices y el sol se estrellaba en su cara cegándola y calentando el frío que se apoderaba de sus articulaciones y de su alma.

Llevaba en el borde de la azotea entre media hora y toda la vida. Nadie la había visto subir, nadie la había visto sentarse en el borde, con los pies colgando siete pisos y nadie vio cómo ahora estaba de pie buscando el mejor momento para saltar. Le parecía curioso sentirse tan invisible. Había pasado su vida queriendo ser así pero por desgracia acabó siendo siempre el centro de todas las miradas y de todos los comentarios. De pequeñito siempre quiso ser princesa y llegado ese día en el que supuestamente se presentaba ante Dios – ese Dios nuestro que todo lo puede y que a todos ama – le dijo a su madre que no quería el traje de marinero sino muselinas y volantes blancos y rosas. “¿Eres tonto o qué te pasa? ¿Cómo vas a hacer la comunión de princesa si eres un chico?” Un deseo sin cumplir más a la lista. Aún así se las ingenió para hacerse con los calcetines de punto rosas y la camiseta interior bordada con flores de su prima. Solo así logró sentirse una poco más ella y un poco menos triste ese día. 

Los años pasaron y la verdad se hizo inocultable. Su pelo creció y las peleas para no cortárselo fueron continuas. Su padre se burlaba continuamente y su madre la dio por perdida. No fueron capaces de entender qué pasaba y ella tampoco de explicarles lo que era evidente. Y así fue como en cuanto pudo se buscó un trabajo y se fue de casa. Pero las cosas no mejoraron. Las burlas y los comentarios siguieron en los trabajos por los que fue pasando, por todos los restaurantes a los que fue entrando e incluso en amistades que, a pesar de creer que eran verdaderas, lo único que hacían era ir con ella como quien va con un mono de feria por los bares de moda. 

Y lo peor fue el amor. Amó mucho, tenía esa necesidad: dar el amor y la comprensión que a ella le había sido negada. Y así se regaló al primer desalmado que buscaba una mujer con la que experimentar cosas nuevas pero que después escondía a ojos del resto del mundo por vergüenza. VERGÜENZA. Esa palabra que marcó su vida y que se tatuó en la nuca, como una amenaza de disparo perpetuo, inminente y mortal. Después de esa relación vino una segunda, una tercera y muchas más. Todas con personas que tarde o temprano no sabían cómo encajarla en su vida y la rechazaban, dejándola desgastada y cada vez más débil.

Y ya estaba harta. Estaba cansada de luchar. Y sí, las cosas estaban mejorando mucho para ellas, había en el horno hasta una ley que las protegía y las amparaba, que las iba a ayudar a salir del agujero de marginación y discriminación en el que llevaban años, décadas, siglos metidas. Pero ella ya no podía más. Necesitaba más que una ley para sentir que todo el dolor por el que había caminado durante su vida, ese que quemaba como brasas a sus pies, que todas las piedras que había apartado de su senda y esas otras que se habían metido en sus zapatos, que todas las heridas abiertas a falta de sutura, se esfumarían algún día y la dejarían vivir en paz y libertad. 

Buscaba en su mente alguna razón para no saltar. Mientras entre abría sus ojos para volver a mirar al sol, removía su archivo en busca de algún recuerdo, de algún momento de luminosa esperanza. Algo donde amarrarse para no caer.

Y apareció.

Ese día de carnaval en el que siendo adolescente se disfrazó de chica y su madre la ayudó a pintarse en silencio y al acabar le dijo: “Ese carmín te sienta mejor que a mí”. 

Ese otro día de Navidad en el que su padre, con dos copas de más, le dijo un tímido Te quiero. 

Y aquel día triste en el que su abuela, poco antes de morir, le tomó la mano y le dijo al oído que era la mejor nieta que nunca había tenido. 

Fue entonces cuando volvió a mirar a sus pies y vio algo que no había visto antes: una mala hierba se erguía entre las baldosas de la cornisa, soberbia y orgullosa de haber brotado de entre el gris de aquel territorio hostil.


Comentarios

  1. Un relato conmovedor que te pone los pelos de punta al principio y, al final, te arranca una sonrisa.
    Espero que volvamos a coincidir en algún otro taller,
    Isabel del taller de El Prat

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    1. Muchas gracias por el comentario Isabel, yo también espero que podamos coincidir. Saludos!

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