MANIOBRAS DE ESCAPISMO
Sentada en la barra de aquel bar de Lavapiés, recién levantada y en chándal, daba buena cuenta del pincho de tortilla de patatas medio cruda y de un café solo que pronto se quedó corto y se convirtió en doble. La vida empezaba en Madrid. Era lunes, la pandemia seguía presente en la vida diaria de todos y en la calle los currantes caminaban dirección al metro con las mascarillas tapando sus caras de pocas ganas. Ella miraba la escena desde su mesa de aglomerado ochentero, a través del vidrio — que le devolvía su propia imagen y le hacía a la vez de espejo y cristal — como una Alicia urbanita, observando una vida que parecía que no iba con ella.
Había llegado hacía una semana. Aburrida de todo y de todos, y a pesar de las recomendaciones sanitarias de no salir excepto en casos de necesidad extrema, cogió un AVE mientras rezaba para que no la pararan en los controles y la dejaran plantada en la estación con una multa y las ganas por los suelos. No tenía motivo, ni siquiera una excusa para viajar. Por lo menos una que fuera suficientemente coherente para el resto de la humanidad. Estaba cansada, aburrida, desangelada. Había perdido el trabajo y a duras penas podía pagar el alquiler. No dejaba a nadie en casa esperándola. Huía de la apatía y de la tristeza. Así que un día se levantó y cual autómata, compró un billete sólo de ida, hizo la maleta y en menos de doce horas ya estaba sentada en un vagón, con la cara pegada a la fría ventanilla, viendo como dejaba atrás cientos de kilómetros en pocas horas.
La sacó de su ensimismamiento, sobresaltada, el ruido seco al cerrarse del estuche de las gafas de la pasajera de al lado, rompiendo rotundamente el silencio sepulcral que reinaba en el vagón sólo ocupado por ellas dos y fue sólo entonces cuando se dio cuenta de dónde estaba. Fue como si de pronto ese sonido resultara ser el código mágico que saca a las personas de la hipnosis y las lleva de nuevo a la realidad. Una realidad que ni ella misma sabía muy bien cómo iba a manejar a partir de ahora. O quizá era eso lo que quería, simplemente dejarse llevar y que las cosas sucedieran sin más.
Desde que llegó no había hecho nada demasiado productivo. Dormía en el hostal más barato que había encontrado, de esos de moqueta, toalla blanquísima pero reseca y vaso de cristal opaco para el cepillo de dientes. Se levantaba tarde, se vestía con cualquier cosa, miraba sólo el móvil para contactar con su madre y bajaba a la calle. Desayunaba en algún bar a veces y otras compraba fruta que iba comiendo mientras se dedicaba a vagar sin rumbo fijo aparente. Hacía muchas fotos. No había lugar en el que no encontrara un cartel, un grafiti, una pegatina, un escaparate o una cornisa dignas de formar parte de su recuerdo gráfico personal. Parecía que, de alguna manera, todo era nuevo.
Era su séptimo día allí y tenía una sensación distinta. Si decían que Dios había hecho el mundo en seis días y el que hizo siete descansó, ella no tenía por qué aspirar a menos. Era un pensamiento bastante soberbio y poco realista, pero esperaba que durante aquellas veinticuatro horas pasara algo que diera sentido a sus maniobras de escapismo. Una aparición mariana que le dijera qué camino seguir, una luz que la guiara o la iluminara en sus próximas decisiones. Una señal simplemente. Salió a la calle tras dejar los tres euros del desayuno en la barra y dejó que sus pasos la llevarán a dónde quisieran. Acabó en Callao, sentada al sol de espaldas a la boca del metro, donde aquel muchacho cantaba rumbas con su guitarra por las noches. Se apoyó en la pared, enfrente tenía el icónico cartel luminoso de Schweppes.
Cerró los ojos dejando que el sol le diera en la cara y dejó vagar su mente. En su abandono empezó a repasar mentalmente todos los lugares por los que había transitado durante aquellos seis días.
El primer día estuvo sentada en la plaza Jacinto Benavente a la que acudió inevitablemente. Ella sabía bien por qué. Pero ese día necesitaba una victoria y la iba a conseguir a pesar de la nimiedad del tema. Se paró en el centro de la plaza con una bolsa de papel kraft grasienta de la Churrería San Ginés y recordó aquella primera vez en Madrid en la que se le antojó comer churros y como no tenía ni idea de dónde comprar los mejores de la ciudad, acudió a esa cadena horrible con nombre de fastfood que los vende en distintos puntos de la ciudad y se arrepintió de hacerlo. Estaban asquerosos. Ahora miraba aquel negocio que se le atojaba inmundo de manera desafiante mientras comía sus deliciosas porras y sintió cierto triunfo viendo salir del local a algún viajero despistado que, como ella, tenían aún mucho que aprender… y muchas cosas que dejar atrás.
Pasaron, posiblemente, cosas más interesantes aquel día, pero en su mente nada destacaba más que aquel pequeño gran momento de gloria en el que aquellos dulces grasientos se convirtieron en una especie de trofeo a la sabiduría cotidiana y autóctona. Como cuando veía a los guiris deleitados comiendo paella en las Ramblas y no podía evitar compadecerse de ellos.
La tarde del segundo día acabó pasando por la Sala Equis para ver qué había en cartelera. Conoció el lugar por casualidad un día hace muchos años cuando alguien la guio a él y descubrió el lugar como quien descubre un pequeño mundo dentro de otro mucho más grande. Así se le antojaba aquella cuidad, una inmensa matrioshka. Había pasado anteriormente varias veces por aquel portal y jamás hubiera dicho que albergaba aquel sitio tan especial: de redacción de un periódico a sala de cine porno y actualmente bar oasis del moderneo cultureta castizo que también proyectaba las películas más punteras e indies del momento. Así eran las cosas: lo mutable de los lugares y las gentes era algo que la fascinaba, como esas iglesias ortodoxas convertidas en bares o casino de Escocia. O como esas personas que parecen ser ciudadanos ejemplares y resultan asesinos en serie obscenos y sangrientos.
No se quedó, no iba vestida en condiciones. Su chándal raído le daba cierto aire a vagabunda y ella no poseía la elegancia de esas chicas tan cool que están divinas con cualquier cosa. Así que entró en el bar de parroquianos de dos esquinas más allá. Observaba a los clientes mientras tomaba unas cañas adornadas con almendras fritas algo rancias, como el ambiente que se respiraba entre banderas de España y gomina barata. La combinación le pareció tan absolutamente deliciosa e inspiradora que escribió unas cuantas notas en servilletas de papel.
El tercer día sus pasos la guiaron a un lugar que desconocía y del que enseguida se quedó prendada. Un señor mayor la miraba curioso y le preguntó si era forastera, a lo que ella le respondió que sí con cierto recelo. El caballero hizo una pausa para observarla y ella simplemente dejó que él la juzgara. Cuando eres mujer y encima solitaria te acabas acostumbrando a que las gentes te miren con extrañeza y saquen sus propias conclusiones. Minutos más tarde empezó a contarle la historia del lugar en un tono amable y cálido. Ella entendió que su conclusión en el juicio estaba clara: compasión. A una mujer de más de cuarenta, sola y mal vestida por una gran ciudad, nada bueno le puede estar pasando. Una parte de ella sonreía para sus adentros y otra se entristecía al pensar lo mucho que tenían aún que cambiar las cosas en la sociedad.
Escuchó sorprendida que aquel templo había llegado huyendo — dijo literalmente — desde Egipto hasta España para librarse de su desaparición debido a la construcción de la presa que salvaría a la población de las continuas inundaciones que provocaba el Nilo. “A veces hay que deshacerse de cosas preciosas para poder sobrevivir” le dijo. Acto seguido se levantó y con un gesto de despedida se fue no sin antes advertirle: “Este no es lugar seguro para una mujer sola”. La lacra de siempre. El miedo de siempre. Pensativa observó la gran construcción con mucha más curiosidad. Se alzaba ante ella, sólida y rotunda a pesar de estar lejos de su lugar de origen, a pesar de estar totalmente desubicada. Y creyó reconocerse en ella. Sacó su antiguo ejemplar de Poeta en Nueva York que la solía acompañar cuando estaba perdida y leyó un rato aprovechando la poca luz que quedaba, mientras el cielo se volvía en llamas y atardecía sobre aquellos muros llenos de historia.
Se sintió muy pequeña y sintió aquel gran alivio vital del que sabe que somos una parte insignificante del universo y que, por ende, no vamos a trascender demasiado. Antes de que se pusiera del todo el sol el lugar quedó solitario y ella apretó el paso de camino al hostal, sosteniendo en su mano la llave de la habitación del hostal y comprobando en cada esquina que nadie la seguía.
Al día siguiente paseó hasta Sol y plantó sus pies en el Kilometro cero, miró al cielo, era tan azul, casi trasparente, que parecía que desde allí podría llegar a ver algún otro planeta si se esforzaba. Por un momento su alma despegó de su cuerpo y empezó a subir como ese globo de helio que se escapa de los deditos de un crío en la feria. Se vio desde arriba como un pequeño punto luminoso del que salían miles de raíces imaginarias que la conectaban con muchos lugares pero que no la anclaban a ninguno de ellos. Lugares en los que había estado y en los que se había sentido como en casa pero que ninguno lo era y a la vez, todos podrían haberlo sido. Empezó a girar sobre su propio eje lentamente mientras la gente la observaba al pasar, sin sorprenderse demasiado de las rarezas ajenas. Una loca más en la plaza, nada nuevo en el paraíso.
Paró su noria, miró dirección nordeste y allí a lo lejos creyó ver— atravesando con la pupila la distancia que la separaba de todo ello— su calle, su balcón, sus vecinos hablando a las puertas del súper y se despidió en silencio. De su ropa, de su sofá, de su coche, de su cama, de todo lo material que le hacía la vida más fácil y sedentaria. Sabía que iba a estar un tiempo desnuda de posesiones y le pareció absolutamente liberador. Ahora entendía por qué se empezaba a sentir tan ligera.
El quinto día se sentó en el banco central de la Plaza España. Resultaba curioso ver aquel lugar tan solitario: la cuidad se había convertido en un pueblo donde sólo los autóctonos salían a la calle a pasear y a comprar las cuatro cosas necesarias para pasar el día. La pandemia había eliminado de las calles a los visitantes y había cambiado el paisaje habitual transformándolo en algo totalmente distinto. Solamente la gente mayor recordaba haber vivido antaño así, esos tiempos en los que el turismo no se quedaba con sus casas y los viajeros no convertían las calles y plazas en lugares sucios y ruidosos. Apoyó su espalda en el frío bronce del banco y con sus manos empezó a palpar, como quien lee en braille, los bajorelieves que adornaban el respaldo. Sabía que contaban historias pero nunca se paró a observar qué historias y ahora deseaba empaparse de lo que el metal le contara. Historias de tradición, de cotidianeidad. Testimonios del pasado.
Sus dedos leyeron en sus dibujos el gran incendio que devastó la plaza, una escena de una fiesta de carnaval, el pasaje de un ajusticiado con garrote vil por la inquisición, una corrida de toros…y en su cabeza revivía cada una de las escenas como si fuera protagonista de todas ellas. Estaba tan vacía que empaparse de todo lo que sus sentidos descubrieran resultaba tan inevitable como enriquecedor.
El sexto día se le fue entre las manos y lo dejó ir, sin darle más importancia. Pasó el día dormitando en su humilde y fría habitación, noviembre empezaba a notarse en la capital. Leía, escuchaba música, repasaba sus notas, bebía vino, comía algo de pan y queso. Bailaba dando brincos para desentumecerse, colocar todo en la mente y despertar el alma, alma que ese día parecía ausente: había abandonado su cuerpo y ella sabía que en algún lugar estaría, descubriendo algún rincón curioso, descansando al sol en el retiro o sobrevolando las almas solitarias que vestían los bares al salir del trabajo, caña en mano. La dejó hacer sin reclamarla. En cuanto la noche se cerró y el frío empezó a apretar en serio, oyó cómo en una ráfaga se colaba por las ventanas de madera y sintió cómo volvía a su cuerpo. Se arropó bien y entonces sí, calló rendida en un sueño profundo y tranquilo. Sentía que todo empezaba a cobrar forma.
Otro ruido seco la devolvió a la realidad tal y como le pasó en el tren. El chico de la guitarra había llegado y cerraba la funda ruidosamente a su lado, invitándola a largarse del que hasta el día de hoy era su sitio. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra en la que se empezaba a sumir el día, vio un montón de monedas en el suelo delante de ella. Se sintió violenta al ver que la habían confundido con una mendiga y a la vez notó que una extraña felicidad se apoderaba de ella. Era la señal que necesitaba. Debían de haber casi diez euros y no llevaba allí más de una hora. Pensó que si los huesos le aguantaban contra aquel duro suelo y seguía sentándose allí un rato cada día, podría alargar su estancia unos días más.
Y cayó en la cuenta de que quizá en su vida pedir y recibir limosna — fuera del tipo que fuera —no era tan malo, sino una manera temporal de dejar de ignorar lo que le rodeaba y aprender realmente de qué materia están hechas las cosas, los lugares, los momentos, los hechos y las personas.
Se levantó justo cuando se encendía el gran cartel luminoso, se despidió de su compañero de acera, se subió la capucha de su sudadera y se perdió entre el gentío de la Gran Vía sin esperar que pasara nada más que la misma vida.
Y vagó entre las calles de esa ciudad en busca de la sabiduría y del sentido escondido de la vida, cual Siddhartha femenina de una nueva era.
Nunca más supe de ella.
Un relato precioso... suena purificador y catártico. Esa persona, de la que nunca más supiste, por fin era libre.
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