SUEÑO DE UNA NOCHE DE INVIERNO

El Hombre Verano llego después del otoño, en un invierno no demasiado frío pero sí falto de abrazos. Como un amor digno de su nombre vino impregnado de sabor a sal y arena.

 

Vino despeinado a reventar su alma. Como elector insaciable de causas perdidas que era, su vida carecía de sentido aparente y andaba buscándolo en alguna parte.

 

La vida de ella era tan completa que estaba vacía. Caía a menudo en lodos y cielos estrellados como divertimento masoquista. Pero ahora anhelaba el sol y el apacible abrigo de su calor.


Enseguida encajaron.

 

Su carencia favorita la llamó y paseaba de su mano presumiendo de bonitas necesidades.

 

Se desearon con urgencia y sin sentido, como esas noches de agosto en las que el tránsito de la madrugada al alba pasa antes de que las pupilas, perezosas, se acostumbren a la luz. Y te ciegas.

 

Llegó quemando su cama, sus expectativas y por último sus ganas. Ella que necesitaba sentir electricidad dejó que él fuera su nódulo sinusal. Sudó y paso noches en vela, ordenando sus latidos. Y sintió un peso bochornoso en su espalda por cada te quiero, eternamente efímero, que él le ofrecía.

 

Una vez todo en llamas El hombre Verano, consumido como quien acaba su cometido, le dijo que ya no tenía urgencia. Se quemaron sus deseos como hoguera de San Juan. Y se fue como se va el estío dando paso al repentino frío.

 

Ella que había hecho espacio para ese TODO que él le prometió aquel día entre lomos y letras, reubicó los suspiros en las estanterías junto a los libros antiguos de poesía. Y el viento silbaba de esquina a esquina en aquel vacío tan frío y  previsible.

 

Y tal y como se prendieron se desprendieron, esperando que una primavera brotara radiante de entre sus preciosas y poco precisas cenizas.



 


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