LA REVOLUCIÓN SEXUAL
Separarse con 40 y tantos no es nada fácil. Es como si
de pronto te volvieras a plantar en los 20 pero sin esa vitalidad e inocencia.
Con muchas ganas pero con poca energía. Es algo muy raro. Como si de pronto tu
vida conocida se esfumara y tuvieras que construirte o reinventarte de nuevo. Pero
bueno, sí, aún soy joven y mejor separarse a los 40 que a los 60: Así es más fácil rehacer tu vida con alguien,
me dicen. Pero en realidad, ahora mismo, es lo que menos me importa.
Yo lo que
quiero es follar. Igual queda demasiado agresivo hacer esta afirmación
públicamente, pero es que estoy en el punto álgido de mi sexualidad y llevo tantos años sin echar un buen polvo que cuando ocurra, no sé si voy a saber hacerlo.
Mi ex marido era más soso que una sepia a la plancha
sin ajo ni perejil. Soso conmigo claro, porque hace poco fui al piso donde
vivíamos y el muy hijo de puta tenía en la mesita de noche un aceite de masajes afrodisíaco que yo no había visto en mi vida y que dudo que use en soledad. Me
dio una rabia tremenda pensar que ahora pueda ser un amante aventajado, para que negarlo.
Más que nada porque en los últimos años y en un intento por salvar nuestra
vida sexual o lo que quedaba de ella, le propuse juegos eróticos y situaciones
novedosas para huir del aburrimiento, pero siempre se negó. Y las veces que
accedía lo hacía con tanta desgana que yo prefería acabar pronto, meterme en la
ducha y hacerme una paja a solas para quedarme satisfecha. Menudo patán; veinte
años de mi vida perdidos, excepto por nuestra hija: Nora, mi pequeña salvaje. Ella
es lo único en claro que me llevo de esa parte de mi vida.
El caso es que estoy muy salida y que me siento como
la protagonista de la famosa canción de La Casa azul, ya sabéis. Pero cuál es
mi desgracia que ahora que empezaba mi propia revolución sexual, me toca vivir
un confinamiento. Manda cojones. Por suerte, o por desgracia, haberme tenido
que mudar a casa de mi abuela, casi centenaria, aplaca mis ansias de follarme a
todo lo que se mueve, cosa que hubiera pasado de estar viviendo sola (en los
días sin niña, claro), pasándome así todas las normas sanitarias por el arco
del triunfo. Otra cosa que ayuda es que he hecho la compra del año: un
succionador de clítoris que me mantiene bastante satisfecha y que guardo como
si fuera un rifle de asalto por si la cría o la abuela me lo encuentran. Y es
que tengo una pesadilla recurrente en la que descubro a mi yaya, chisme en
mano, delante del espejo del baño, masajeándose la cara con él mientras me dice
que según el tele tienda eso deja la piel maravillosa. Es tan real que despierto
sudorosa y corro a echar un vistazo para ver si todo sigue en su sitio.
Lo más preocupante es cuando llevo a mi niña al parque:
no puedo dejar de mirar a los padres presentes y tengo fantasías con casi todos
ellos: me imagino follando en el columpio a horcajadas encima del moreno de la
barbita de tres días, o empotrada en las escaleras del tobogán con ese que
tiene pinta de abogado rancio pero que aún así tiene su qué y huele siempre a
after shave. Para colmo, el tema de mantener la distancia de seguridad me
despierta más el instinto y cualquier roce, unido a mi efervescencia mental,
hace que vaya casi todo el día con las bragas hechas un asco.
Es curiosa y triste está sensación de culpabilidad que
tengo al sentirme así. Siento que a las mujeres siempre nos han enseñado a ser
buenas esposas y madres, pero sin ser demasiado sexualmente activas y
demandantes, ya que eso nos convierte en un peligro para los hombres: les
quitas el papel al macho de la manada, pasa de ser cazador a ser presa, y ¡uy
que desastre, se desequilibra la humanidad!
En fin, que se supone que tenemos que follar cuando a
nuestros maridos les apetece, o sea supuestamente siempre, y que siempre ponemos
la típica excusa de la jaqueca para no hacerlo, ¡menuda puta mentira! Con mi
marido siempre era yo la que tenía que llevar la iniciativa y buscarlo en la
cama porque si no, no teníamos sexo en semanas. Pasaba rozando mi culo con su
paquete mientras cocinábamos en nuestra diminuta cocina y él a veces ni se
inmutaba. A veces me tachaba de ninfómana y esas mierdas por tener ganas de
follar casi siempre y yo hubo un momento que me lo creí y deje de buscarlo por
vergüenza.
Creo que solo durante los dos primero años tuvimos
sexo continuo y de calidad, pero a partir de ahí la cosa fue decayendo poco a
poco. La incompatibilidad de horarios, los problemas económicos y la falta de
comunicación acabaron convirtiéndonos en dos desconocidos, ya ni nos mirábamos
al ir a la cama. Dormíamos espalda contra espalda, noche tras noche. Y así
fueron pasando los años.
La llegada de Nora no mejoró mucho las cosas,
obviamente. Yo tenía las hormonas disparadas y me sentía continuamente en una
montaña rusa: igual que los primeros meses no quería ni el más mínimo roce,
conforme avanzaba la gestación más cachonda estaba y más ganas tenía de tener
relaciones. Y el lerdo de mi ex se negaba porque decía que le daba miedo dar
con el pene en la cabeza de la niña, que había leído en Forocoches que eso
podía pasar y que qué iba a pensar de su padre. No se puede ser más inútil.
Además, ni que fuera Rocco Sifredi. Al final un día le grité desesperada que o
me echaba un polvo ya o me lo montaba por
ahí con alguno de esos tíos freaks que le ponen las preñadas, cosa que me daba
un poco de grima y que posiblemente no hubiera hecho, pero como con la cara
pago, coló. Tampoco es que fuera el polvo de nuestra vida pero el hombre se
esforzó para que quedara satisfecha aunque, sinceramente, no pude mirarlo demasiado
durante el coito porque lo veía sufrir bastante. Su cara era un poema y a mí me
daba un poco la risa pensando en lo mal que lo estaría pasando imaginando la
punta de su pene rozando alguna parte de
nuestro bebé. ¿Realmente alguien cree que eso puede pasar? Pues sí. Y ese
alguien compartía su vida conmigo. Y ese alguien años después acabó dejándome.
Dejándome y también culpándome de la separación, haciéndome
luz de gas diciendo que estaba loca, que era yo la que nunca tenía suficiente,
que era imposible cubrir mis exigencias y que era insoportable convivir conmigo.
Todo esto por pedirle que arrimara el hombro un poco y que no me dejara sola en
el campo de batalla. Él, que nunca tuvo un trabajo fijo, que jamás supo
relacionarse con mi gente, que odiaba todo lo que tuviera que ver con mi
familia. Él que quería ser la revelación literaria del siglo, que pasaba el día
entero sentado delante del ordenador sin hacer nada, ni siquiera escribir porque
las musas no lo visitaban a menudo. Que pagaba a gritos conmigo su frustración,
pero que con un soneto lo arreglaba todo. Y aún así yo lo animaba a que luchara
por su sueño mientras me dejaba el lomo currando. Él que a día de hoy no sabe ni
el número de pie que usa su hija, ni el nombre de su pediatra, ni exactamente qué
extra escolares hace. Pero luego era yo la loca y la histérica. Un clásico.
El caso es que yo pensaba que después de la separación
y el consecuente luto–a pesar de todo lo pasé bastante mal–mi vida iba a dar un
giro total y se abriría ante mis ojos un nuevo y fabuloso mundo: el de la libertad
y las relaciones esporádicas y placenteras.
Ingenua de mí.
A pesar de estar avisada por varias amigas solteras de
que ese mundo no era la panacea, yo tenía la esperanza de encontrar de pronto
hombres que me miraran, me sedujeran, me idolatraran, me empotraran y me llevaran
a una dimensión que yo hacía años que no transitaba: la de sentirme deseada y especial. Pero madre mía cuando empecé a descubrir la realidad que se esconde
tras esas apps de citas que te prometen encontrar al HOMBRE en mayúsculas. Menudo
despropósito: insensibles que te proponen “pegarte un pollazo” (cita textual)
en la segunda frase que intercambian contigo; casados de vuelta de todo
buscando una cana al aire; hombres en supuestas relaciones abiertas –para ellos
claro– porque la mayoría mienten más que hablan; niñatos que necesitan una MILF
para cumplir su sueño erótico; taraditos con el corazón roto que odian a las
mujeres y opinan que todas somos unas feminazi y demás lindezas; cincuentones requemados
con síndrome de Peter Pan que hacen escalada; surferos buenorros que dan al sí
a todas pero que enseguida desparecen porque no estás lo suficientemente buena
para ellos… Y mis favoritos: esos que parecen perfectos, súper monos y agradabilísimos,
que te dan los buenos días y las buenas noches todos los días, que se preocupan
por cómo te ha ido el día, que siempre tienen un tema de conversación
interesante pero que de pronto y sin razón aparente, desaparecen. Ghosting le
llaman a eso.
Dentro de esos hay subgrupos: los que desaparecen antes
de follar, que yo me pregunto: ¿tanto currárselo pa ná?; y después el grupo dos,
que son los que desaparecen después de follar. Algunos justo después–vamos que
a la que te vas de su casa o ellos de la tuya ya te han eliminado de su móvil y
de su vida– y por último los que van desapareciendo progresivamente: de pronto
desaparece el buenos días pero
mantiene el buenas noches, luego desaparecen
ambos, hasta que llega el día en el que te das cuenta de que lleváis una semana
sin hablar y ha dejado tu último mensaje en visto.
Añadir que en estos tiempos de confinamiento, el
variopinto abanico de perfiles se ha ampliado básicamente por personas
solitarias que buscan en esas aplicaciones sentirse acompañadas y arropadas de
alguna manera y poder charlar con alguien sin más razón que esa. Otros,
llamémosles esperanzados, que quizás ven en estos días la oportunidad de ir
conociendo a alguien desde la calma y el romanticismo casi epistolar que tiene
el distanciamiento social. Planean en su imaginación la cita perfecta en la
fase uno, sin saber que seguramente será un fiasco. Y también tenemos a esos
señores casados que nunca pensaron acabar en esos lares pero, que de pronto y
tras tantos días conviviendo 24 horas con mujeres e hijos, necesitan un lugar
exótico y excitante que visitar a escondidas mientras todos duermen.
Las primeras semanas todas estas cosas me desesperaban
y me deprimían bastante: no me había separado yo de un patán para meterme de
cabeza en Horrorland. Que una cosa es tener ganas y otra muy distinta es
zumbarte a cualquier espécimen. Pero bueno, a fuerza de comentarlo con mis
colegas y ver que era habitual todo lo que me pasaba, empecé a relajarme y a
depurar la criba. Al fin y al cabo todo en esta vida requiere de un
aprendizaje, y eso no iba a ser menos.
Total, que a día de hoy algo de cartera he hecho para
cuando acabe todo esto: un brasileño que me cambia el nombre cada dos por tres
pero que se lo perdono por gracioso y chulazo mulato, un sueco que es algo soso
pero que me ha prometido el mejor cunnilingus de mi vida y un argentino que me
quiere invitar a un asado y que tiene un acento súper sexy cuando me susurra
guarradas vía audio.
Así que en esas estamos, construyendo una nueva vida y
descubriendo una sexualidad que tenía adormecida y bastante abandonada por
falta de uso y cuidados. Desaprendiendo muchas cosas, conociendo mi cuerpo,
experimentando con él y creando imaginarios que poder desarrollar en un tiempo,
cuando el cuerpo a cuerpo ya esté permitido.
¡Ah! por cierto: si os enteráis de alguna orgía que se
esté gestando, con gente maja y limpia, barra libre de alcohol y drogas, todo desde el consumo responsable y adulto; por favor,
avisadme.
👏👏👏👏👏
ResponderEliminarBrillante!
ResponderEliminar¡Ole tú! :)
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