PROBABILIDADES

Respondo a la llamada del colega de turno que quiere ir de compras un viernes tarde al centro y yo, por salir de la cueva en la que ando metido, accedo. “Anda, maricona, mueve el culo del sofá que estás gilipollas perdido últimamente. Acompáñame de compras y hacemos unas birras, y así te aireas”. Y es que de verdad que estoy gilipollas. O lo soy, ya no sé dónde está el límite que separa una cosa de la otra. Es que ni pajas me hago últimamente, con lo que yo soy. Me andaba tirando a una muchacha muy maja así como para entretenerme y quitarme las telarañas de la pena, pero es que ni de eso tengo ganas. 

Y salgo a la calle vestido con lo primero que pillo, ni me he duchado. Tampoco es que haya sudado. Pero eso sí, me lavo la cara, me peino la barba y me perfumo mínimamente. Que una cosa es la tristeza y otra es la dejadez.
En cuanto me ve, Alex me dice que doy asco con su sonrisa socarrona de oreja a oreja, dándome una palmadita en la espalda. Me marea entrando a varias tiendas, buscando un abrigo elegante que sé que se va a poner dos veces en su puta vida, porque luego no se ve, pero mira, tiene antojo. Y sin mucha atención le aconsejo y le digo que o acaba ya o le espero en el bar. Y me dice que sea paciente que me va a llevar a un garito de puta madre.

Y acabamos las compras inexistentes porque al final no se compra nada, y encima dice que ya se lo comprará online si eso. En fin. Y nos dirigimos al garito de puta madre ese, pero de camino pasamos por un bareto que me encanta y al que nunca he podido entrar porque siempre está petado. Pero hoy es pronto, así que cambiamos el plan y postramos nuestros culos peludos en sendos taburetes y empezamos a tomar birras. Y empieza con su tercer grado a preguntarme por ella. Y yo, con mi cara de pena, le cuento que sigo en la mierda con el tema y que me está costando salir del hoyo. 

Y Alex me repite que soy una maricona, que no entiende como en 4 citas he podido colgarme tanto por esa petarda vende humos. Y yo le respondo que ya me gustaría a mí saberlo, que igual es que estoy mal de la olla o que sé yo. Y él responde que “joder tío, es que eres demasiado sensible y te montas unas pelis que no tienen nombre con la primera que te come un poco la oreja. Con lo que tú vales, pedazo de imbécil”.

Y yo afirmo, siempre me dice lo mismo. Que parezco una tía y que me acabo colgando de la que sé que me va a dar puerta más pronto que tarde. Y me anima a que folle más, que salga más, que me entretenga más. “Quítate las pelusas y vete a follar con la tipa ésta que me dijiste…no me acuerdo como se llama…espabila de una puta vez y sal de esta mierda que no vale la pena”. 

Y yo lo sé, vaya si lo sé. Lo sé de calle. Pero a veces por mucho que sepas las cosas, ni el cuerpo ni la mente responden a la lógica y te conviertes en un ente movido a patadas por el corazón.

Y yo empiezo a estar cansado de hablar del tema y quiero desconectar, y decidimos pasar de la barra a una mesa para comer algo. La comida me salva de la pena en muchas ocasiones, así me estoy poniendo, que entre la barba de vagabundo y la panza que estoy echando a base de comida basura y birras, doy más asco que pena. 

Y ahí empezamos a ojear la carta: Alex empieza a rebuscar en ella algo que echarse a la boca, porque tiene mil manías con la comida. Por suerte, conmigo se siente a salvo, me lo como todo. 

Y en ese momento pienso en la suerte que tiene la gente que cuando está triste no come. Triste, gordo y gilipollas. Ignatius Reilly a mi lado es un súper héroe. 
Levanto la vista de la carta para pedir una birra más y hacer más amena la espera a que mi colega se decida. 

Y ahí estás. Entrando radiante y sonriente, como si el mundo para ti fuera una broma y estuvieras por encima todos y de todos. Y vas acompañada, claro. Y yo niego estar viéndote, pero al final asumo que sí, que eres tú. Se me pone el corazón en la garganta, y algo me pega una patada en la boca del estómago que no me deja respirar. Alex me mira extrañado, y me dice algo que yo no logro entender ni escuchar. Bajo la vista y lo único que logro decirle es: “ella acaba de entrar, y no va sola. Paga y nos vamos, ya, por favor”. 

Y rezo a todos los héroes de Marvel para que por favor me hagan invisible y no me veas. Y me viene a la cabeza ese programa cutre en el que se abre una trampilla en el suelo y la gente cae al vacío. Pero no tengo esa suerte. Hacemos contacto visual y me pregunto qué cara de imbécil debo tener. 

Y te acercas, resuelta y sonriente, mientras tu apuesto acompañante se sienta, ajeno a todo. Y sonríes y me das dos besos, como si nada. Y me preguntas que tal estoy, como si nada. Y me dices que has quedado para cenar con más gente porque vas a un concierto, como si nada. Y yo solo logro balbucear alguna palabra sin sentido y comentarte que ya nos vamos. Veo como Alex paga, mirándome de reojo y yo entro al lavabo, donde me miro al espejo.

Y no me reconozco demasiado en la imagen que me devuelve. Respiro, abro el grifo, me mojo la nuca, y salgo haciendo alarde de la poca dignidad que se puede conseguir en el baño de un bar. Te veo sentada en la barra, dándome la espalda ahora, justo en el mismo taburete que yo había ocupado hacía un rato. Y me parece casi erótico. Salgo sin decirte adiós, pero desde fuera miro a través del cristal y nuestros ojos se vuelven a cruzar. Creo ver cierta pena en tu mirada, pero no. Es mi pena la que se refleja en tus ojos. 

Mientras nos alejamos, Alex ríe quitándole hierro al asunto y añade "Que le vaya como le tenga que ir", su frase estrella. Y me dice que no vales para nada, que esperaba más. Que eres una hortera y una sobrada y no sé qué más porque dejo de escucharlo y mi recuerdo vuela a aquella plaza de Madrid, dónde el destino nos cruzó por primera vez hace unos meses, entre millones de personas. Y en lo mágico que nos pareció entonces aquel momento. Y pienso que no sé porque las cosas tienen que ser a veces así.

9.536 bares censados en esta puta ciudad. 

0,0001048657718 probabilidades de encontrarnos. 

Y ocurre de nuevo.

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