A VECES ME ESCRIBO CARTAS


Querida mía,

Te escribo esta carta para pedirte perdón.

Por los malos consejos, y por los días tristes.

Por las veces que te has dormido llorando, esperando ese abrazo que no llegaba.

Perdón por haber tenido que aguantar un día, un mes, un año, sabiendo que no tenías que quedarte ahí ni un segundo más, que no debías, que ibas a ser igual de buena si no lo hacías. No debiste aguantar.

Por soportar desprecios, insultos, descalificaciones. Por juzgarte mil veces pensando que quizás eras tú quien hacía las cosas mal. Que quizás tú eras la loca, la puta, la sucia, la que no servía para nada. La que nunca nadie elegía.

Por mirarte en el espejo con desprecio, odiando tu cuerpo, tu cara, tu pelo y cada uno de tus rincones, solo porque alguien osó decirte que no valías lo suficiente, que las demás eran mejores.

Por quedarte esperando, esperando en el portal, bajo la lluvia, en un banco, en un bar, delante del móvil, en cualquier lugar. Cualquier lugar era suficientemente bueno para esperar, esperar a que llegara esa persona que nunca llegó a salvarte.

Por odiar a tu amiga, a tu compañera, a tu vecina, a cualquier mujer que tú pensaras que era mejor. Por creerlas más valiosas, más bonitas, más altas, más flacas, más simpáticas, más seguras. Perdón por la envidia insana.

Perdóname por hacerte huir, esconderte, arrinconarte e instalarte en el miedo a las represalias, porque “calladita estás más guapa”, porque “no dices nada más que tonterías”, porque “una mujer no debería hacer eso”. Por las alas cortadas por el qué dirán.


Pero también, querida mía, te quiero dar las gracias.

Gracias por enseñarme a que los malos consejos enseñan a veces más que los buenos, que los días tristes preceden a grandes momentos.

Por no permitirme nunca más ni dormir arrinconada, ni mendigar cariño.

Por aprender que cuando has de forzar algo un día más, una semana más, un mes más es que está acabado. Y conseguir darme la oportunidad la largarme con la cabeza alta y la autoestima semintacta.

Por enseñarme a salir huyendo de toxicidades y de infravaloraciones hacia mi persona. Y darme un empujón cada día para luchar por aceptarme y quererme así de loca, así de puta, así de sucia y así de inútil en ocasiones.


Gracias por mirarme en el espejo y valorar que mi cuerpo no es perfecto, pero es mío y es mi vehículo. Y lo tengo que cuidar para que me transporte, para que me lleve de viaje, para que me ponga a bailar y a sudar, para que se una a otros cuerpos para dar y recibir placer. O para simplemente dejarlo retozar sin más actividad que mirar el techo.

Por haber aprendido a no envidiar a la más guapa, ni a la más lista, ni a la más alta, ni a la más baja; sino a admirarlas. Admirar a todas esas mujeres que un día se levantan y tienen dudas, y otros días no las tienen y se sienten preciosas, y otros se esconden en su cueva y no quieren salir. Y por ello no son mejores ni peores. Porque todas tienen su lucha y todas nos necesitamos como apoyo.

Por dejar de salir corriendo y enfrentarme. Y sentar, en la misma mesa, a la pena, al abandono, a la soledad, a los monstruos... para negociar qué podemos hacer para soportarnos, para llevarnos mejor. Mostrarles nuestras cartas y no permitir que nunca más nos controlen, nos mangoneen, nos maltraten. Y abrazarnos una vez pongamos todo en claro.

Así que, querida mía, mi niña, mi adolescente, mi mujer adulta, mi futura anciana. Perdón y gracias. Me has dado tanto que el tiempo que me quede por vivir no será suficiente para compensar todo lo que me has enseñado.

Por todo lo que has hecho por mí, brindo contigo hoy y siempre, con la mejor de mis sonrisas.


Te quiero. Siempre.















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