OTOÑO

Dolores hizo honor a su nombre desde su gestación. Es más, su madre decidió ponerle ese nombre tras pasar el peor de sus siete embarazos, y el parto más doloroso y sangriento que ninguna madre pueda imaginar. Estuvo a punto de morir, pero consiguieron salvarla contra todo pronóstico, por algo ella se llamaba Milagros.
Nacer y criarse en la posguerra, siendo la pequeña de tantos hermanos, no fue nada fácil. La miseria, el frío y las enfermedades se cebaban con todas esas pobres familias que malvivían como buenamente podían. Dolores además, fue una niña enfermiza y raquítica. Nunca nadie llegó a entender cómo pudo sobrevivir a pesar de su delicada salud. Pero lo hizo, para sorpresa de muchos y en parte para desgracia de su madre. No fue una hija deseada, seis hijos ya eran demasiados, y maldijo a su marido por haberla preñado y haber huido por miedo a las represalias políticas que le esperaban tras la guerra. Siempre pensó que la pequeña nunca sobreviviría con aquella salud que hacía que su vida pendiera continuamente de un hilo. A pesar de todo, como madre que era, quería a su pequeña y se desvivía por cuidarla y conseguirle medicinas y, a base de favores, alguna que otra chuchería para la pequeña Lola. Su madre fue la única que la llamaba así. Murió el mismo año en el que ella cumplió los dieciocho. Encaramada a una higuera, cogía los frutos que ella recogía al vuelo desde el suelo. De repente una rama cedió y cayó justo encima de la única roca que había en aquel secarral, abriéndose la cabeza como si fuera un melón. No hubo más milagros. Dolores aún recordaba aquel sonido. Nunca más comió ni higos ni melones, a pesar de que le encantaban. Más dolores a su lista personal.
A lo largo de los años, Dolores defendió su nombre completo con honor como enseña de su sufrimiento continuo. Logró crecer, sobrevivir y hacerse adulta con mucho más éxito que sus hermanos. Dos se quedaron en el camino a causa del tifus.

Después de la muerte de su madre, se marchó del pueblo a la capital, en busca de una vida mejor. O de una vida sin más.
Y consiguió una nueva vida, pero no mucho mejor que la que ya había tenido. Se casó con el primer hombre que le bailó el agua, y con los años, resulto ser un borracho hijo de puta que adornaba continuamente con cardenales su miserable cuerpo. Se hizo experta en ser feliz de cara a la galería y en maquillar heridas y ojeras. Tuvieron tres hijos, varones todos ellos e igual de fríos que su padre. Nunca se hicieron cargo de la situación en la que su madre estaba sumida, ni plantaron cara a su padre. Se dedicaron a casarse jóvenes y salir de casa, dejándola sola. Por eso ella siempre deseó tener una hija, una pequeña Esperanza, pensaba que quizás así se hubiese sentido más arropada y querida.

Pero Dolores no se rendía, sabía que la vida le traería algo bueno en cualquier momento. Sabía que lo mejor estaba aún por llegar. 
Trabajaba en casa, haciendo arreglos de ropa para las tiendas de barrio desde hacía años. Es en lo único que la dejaba trabajar su marido. Él era el macho, el que traía el dinero a casa. A ella le tocaba el papel de esposa abnegada que siempre debía de tener el plato de comida caliente en la mesa, y la ropa limpia y planchada. Mientras cosía, se ponía todos los programas y documentales sobre viajes que encontraba en la tele, era su válvula de escape. Compraba todas las colecciones sobre el tema que vendían en el kiosco de la plaza, el mismo kiosquero le guardaba los fascículos y la avisaba a hurtadillas para que su marido no se enterara. Él nunca supo de la pasión de Dolores ni debía saberlo. No estaba dispuesta a que le arruinara también eso, diciéndole que era una estúpida e inútil soñadora. Lo sabía todo, daba igual el continente, ella podía decirte sin pensarlo demasiado, la altura del Big Ben, la fecha de construcción del templo más antiguo de Camboya o el año en el que la Estatua de la Libertad fue instalada en la desembocadura del rio Hudson. Soñaba desde su sofá, junto a su cesto de costura, que era ella la que cogía aquellos aviones en los que subían los presentadores de los documentales, que era ella la que paseaba por las calles, bahías, montañas o playas, la que sentía el olor de los mercados y oía el gentío gritar a su alrededor…

Un día de camino al mercado, Dolores empezó a sentir un dolor mucho mayor del habitual, y así siguió durante todos los días posteriores al día en el que su vida cambió para siempre. Decidió ir al médico, del que obviamente ya era íntima después de tantos años de achaques y golpes accidentales que él nunca creyó. Después de hacerle pruebas, le dijo que se estaba muriendo.

No le dijo que estaba MÁS enferma, ni siquiera que estaba MUY enferma, porque ella ya había pasado por todas esas fases. Sino que le quedaban meses o, como mucho, un año de vida. Todos sus dolores se habían acumulado formando una masa que se había apoderado de su cuerpo en un tiempo récord y cualquier intento de sanarla sería en vano. Dolores sabía que esa masa era toda la pena acumulada durante años: todo el dolor, toda la falta y toda la desilusión. Pero también sabía que podía ser una buena manera de acabar el otoño en el que estaba sumida su vida.


Y así fue como llegó a casa, hizo una maleta con poca ropa y muchas guías de viajes, fue a entregar la faena a las tiendas, cogió el dinero ahorrado durante años con sus zurcidos, y se fue al aeropuerto.


No sabía dónde, pero sí sabía que en su nuevo destino se haría llamar Lola. Para lo que le quedaba de vida, nunca más sería Dolores. 

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