ESTO SOLO PASA UNA VEZ

Si algo me gusta del verano es la playa. El mar, la arena, y el sol, sobre todo a esa hora bruja en el que va cayendo, la gente se empieza a ir, los niños por fin callan, cansados, y solo queda el rumor del mar y ese duermevela que produce la calima de la tarde cayendo, por fin, y el cansancio del día instalado en el cuerpo y en la mente. A añadir que de unos años a esta parte, perdida la vergüenza y los complejos, nada me gusta más que desnudarme sobre la arena, sentir como el agua me moja entera y como el sol entra por todos los poros de mi piel, sin filtros de molestos elásticos que intentan esconder la absurdez que es el cuerpo humano. Un simple paquete. Un continente. Que merece la misma libertad que el contenido. Y para mi ese es el momento para dársela. El momento perfecto.
Fue una tarde cualquiera, de esas en las que en lugar de sucumbir a la comodidad del sofá y ventilador, decido ponerme en marcha e ir a la postrarme ante el astro rey.
Como todos los días a esas horas, al llegar, veo el desfile de familias cargadas con niños y bártulos varios: cubitos, rastrillos y cortavientos Quechua en ristre, de vuelta a casa para la ducha y la cena de los vástagos. “Gracias a Dios. La hora de los solitarios empieza”. No sé porque siempre me repito esa frase al ver la procesión de turno.
Planto mi pareo, cerca del mar, donde no haya nadie lo suficientemente cerca, quiero sentirme aislada. Y siempre es el mismo ritual. Extender, desnudarme, mancharlo todo de arena, mirar el desastre, que no me importe una mierda, acercarme a la orilla, remover con los dedos de los pies piedras y conchas, buscando algún posible tesoro merecedor de estar en mi estantería de recuerdos terrenales, y finalmente, meterme en el agua. Nunca dudando. Siempre de golpe. Bastante suplicios hay ya en la vida como para meterse en el mar sufriendo lentamente ese escalofrío te va subiendo por la columna. Es absurdo. Lo duro en la vida, contra más de golpe pase, mejor se lleva.
Salir del agua, la brisa del mar, la piel erizada, y tumbarme al calor de la arena. Seguir el ritual. Boca abajo, cierro los ojos, y noto como mi cuerpo se relaja y mi alma se siente en paz. Y una vez más pienso, que ojalá la vida fuera solo eso. Mar, sol y tierra. Y silencio. Y me dejo llevar, me deshago del peso que me ancla al suelo, y vuelo mar adentro. Y me duermo.
No sé cuánto tiempo pasa. No demasiado. El sol sigue más o menos a la misma altura cuando empiezo a abrir mis ojos. Está cerca del ocaso, pero no lo suficiente aún. Las rocas del espigón a lo lejos. Y unos metros a la izquierda, algo…o alguien. Lo suficientemente cerca como para bloquear gran parte de mi visión periférica. Vuelvo a cerrar los ojos. Parpadeo. Vuelvo a abrirlos. Y sí, es un alguien. Un contorno. Una silueta. Un cuerpo. Una persona. Un hombre. Muy cerca. En una playa semivacía. Y tenía que estar ahí. A escasos metros de mí. Siento que me mira.
Acabo de abrir los ojos y me incorporo, no sin antes echarle una mirada reprobadora. Ni siquiera veo que apariencia tiene. Si es joven o mayor. Solo me levanto furiosa y me voy al agua.
Acabo mi baño. Ahí sigue. Puede verlo mejor. No creo que pase de los 40, quizás sí. Ni feo ni guapo. Muy moreno. Canoso. Quizá atractivo. No me importa. Fuma mirando a lo lejos mientras yo salgo del agua y por un momento nuestras miradas se cruzan.
No sé por qué extraña razón, pero ya no me siento enfadada. Su mirada no es sucia. Ni siquiera ofensiva. Ni demasiado penetrante. Es etérea. Difícil de describir. Pero hay algo en él. Paz. Creo que es la palabra. Paz.
Me quedo en la orilla, dándole la espalda. Me siento nerviosa. Excitada. Rara. ¿No hay nadie más en la playa? Resulta curioso, pero no. No es muy tarde. ¿Qué hora debe ser? No tengo ni idea. Miro al infinito y sé que mis ojos se están encontrando con los suyos en aquel punto. Y de repente siento frío.
Segundos después pasa por mi lado, rozándome casi, y se sumerge en el agua con la misma rapidez con la que yo suelo hacerlo. Veo como aparece unos segundos después. Y comienza a nadar. No lo hace con estilo. Nunca fue a natación, pienso. Como yo. Pero aún así sus brazadas son fuertes y rítmicas. Acaricia la superficie de una manera increíblemente grácil.
No sé muy bien qué hacer, no debo mirar. Aunque sé que no estoy en su ángulo de visión, también sé con total seguridad que él nota mi mirada. Igual que yo noto la suya aunque no lo vea. Vuelvo a tumbarme. Cierro los ojos. Lo imagino dentro del mar. Ya parado. Mirando hacia mí. Lo puedo sentir. Lo sé. No puedo tener los ojos cerrados. Los abro, saco mi libro, y me sumerjo en la lectura por no sumergirme más en él.
Minutos después sale del mar, y sin poder evitarlo, lo contemplo andar, mientras el agua resbala por su cuerpo. Se tumba, justo en la misma postura en la que yo me quedé dormida. Boca abajo, con la cara girada hacia mí. Intenta no mirarme, intento no mirarlo. Lo intentamos. Pero nuestras miradas se vuelven a cruzar. Me mira, mira mi libro. Y sonríe. Y veo como unas arrugas cruzan su tez cetrina. Quizás tenga más de 45, quizás no tenga más de 30. Pero su sonrisa tiene 20. Se pasa la mano por el pelo y se sacude el agua. Nada especial. Muy natural. Pero terriblemente erótico. Quizás por eso. No hay nada más erótico, en los tiempos que corren, que la naturalidad.
Y saca un libro, como queriéndome acompañar. Entiendo su sonrisa entonces. Mismo autor, diferente obra. Terrible casualidad cuando hablamos de Carver.
Y es justo en ese momento, cuando pienso que no se qué tipo de broma macabra me estaba jugando el destino, ya que no soy capaz ni de reaccionar, ni de tener agallas para levantarme y decirle: hola.
Mi mente arde a borbotones, no es excitación sexual. Ni nada por el estilo. No. Pero el bombeo de mi sangre es muy superior a lo anormalmente conocido por mí. Y eso me impide pensar con claridad. Y ya ni siquiera pensar. Sino enviar algún tipo de señal coherente y básica desde mi cabeza a mi cuerpo, sin que resulte una hazaña imposible. Leemos ambos; yo no entiendo ni una sola línea, los párrafos se disipaban ante mis ojos. El parece concentrado, pero veo como el balanceo de su cuerpo no es el de una respiración pausada, sus pies continuamente se rozan el uno con el otro. Los dedos de la mano que no sujeta el libro, juegan con la arena que se desliza entre ellos. Volvemos a mirarnos. Y no puedo más.
Me levanto y vuelvo al agua, y nado. Nado lo más lejos que puedo. Nado hasta sentirme exhausta. Nado. Dándole la espalda. Y solo cuando siento estar lo suficientemente lejos, agarrada a una bolla, jadeante, soy capaz de girarme. Y entonces lo veo, de pie, poniéndose una ligera camiseta blanca. Que hacía resaltar más aún su piel. Y algo parecido a unos pantalones cortos. Azules. Y veo como recoge su toalla, mientras levanta la vista, y mira hacía el horizonte, o quizás hacía mí. Y en ese momento quiero salir, y decirle que no se vaya. Que se quede conmigo. Pero mis manos siguen agarradas a esta estúpida bola amarilla, mis uñas clavándose en ella. Mis brazos no responden.
Me sumerjo, buceo, hacía la orilla, para no ver. Sé que por mucho que corra no llegaré a tiempo. Saco la cabeza cuando ya no puedo más, una bocanada de aire entra a mis pulmones, con tanta fuerza, que siento mi corazón en la garganta y mis alvéolos tan dilatados que van a estallar. Mi corazón y mis pulmones a punto de estallar. Quiero gritar. Gritarle. No sé qué estúpida palabra. Pero solo veo como se va. Como avanza por la arena con sus pies descalzos, veo como, por un instante, hace el ademan de parar, y lo hace. No del todo. Por escasos segundos para su marcha. Y ladea la cabeza. No del todo. Solo veo su perfil dirigido a mí. Y quizás media sonrisa. Y una mirada también a medias. Y doy gracias porque así fuera. Porque esa última mirada me hubiera matado. Para siempre.
Consigo alcanzar la orilla cuando solo se le intuye a lo lejos, y ya no es más que un  recuerdo. Y al acercarme a mi pareo, debajo de un montoncito de piedras y un par de conchas, encuentro un trozo de papel doblado. Con 5 palabras. Y 2 sonrisas dibujadas. Una bajo las palabras. Otra en mis labios.

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