DOMINGO

Amanecía simplemente porque entraba la luz por la ventana. Me maldije por no haber bajado bien la persiana y por ser tan sensible a la claridad, eso siempre me impedía seguir durmiendo. Es como si mis retinas tuvieran una alarma interna que me avisara de que el día empezaba y que debía de mover mi culo de la cama. Pero ese día no quería levantarme. Me dí la vuelta en la cama y mire como seguía durmiendo. Lo envidiaba por esa facilidad de dormir en cualquier situación o lugar, y aparte de eso, lo enviaba por ser tan terriblemente irresistible y tenerme tan terriblemente enamorada.

Encontrarlo fue como haber estado viviendo en Polonia y mudarte a Puerto Rico. Después de estar con un hombre frío y falto de espíritu, conocerle fue lo peor que me pudo pasar. Sí. Lo peor. Porque me enamoré como una idiota. Y él también de mi. Y meses después ya vivíamos juntos, de manera precaria, pero juntos. Yo en paro y estudiando, él ya sin ningún ingreso y haciendo chapuzas de vez en cuando.

Éramos pobres pero felices. Y algún Domingo comíamos gambas a la plancha con vino blanco, del barato. Era nuestro lujo. Nuestro piso era muy austero, suerte que nos dejaron los muebles los inquilinos anteriores. Lo más lujoso, aparte de las gambas del Domingo, era una tele de pantalla plana que me habían regalado mis padres. 

Aunque no estaban muy de acuerdo en mi repentino enamoramiento (teniendo en cuenta que hacía solo 2 meses que me había separado), me apoyaron. O quizás no les quedo otro remedio. Tener una hija intensa como yo no deja otra opción que aceptarla. Y ayudarla a levantarse cuando se vuelva a estrellar. 

No me sentía orgullosa por aquel enamoramiento repentino. Estaba en un buen momento, viviendo mi vida en paz una vez pasado el divorcio, con todo el dolor que conlleva sentirse culpable por haber roto una vida ya formada, y el corazón de una persona. Pero no me duró mucho la culpabilidad. A la mierda la culpabilidad. Nunca me sentí querida por mi ex, ni comprendida, ni respetada. Así que la culpabilidad se convirtió en orgullo, y ese orgullo en un resurgir de unas cenizas en las que llevaba demasiados años inmersa. Demasiados.

Por eso, que cuando apareció, cuando empezamos a conocernos, cuando empezó a escribirme a todas horas, a enviarme canciones cada día, a decirme lo maravillosa que era y a buscarme continuamente hasta encontrarme, decidí que quería vivir aquello sin ningún tipo de remordimiento ni rienda. 

A los pocos meses encontramos un pisito, lo apañamos y lo hicimos el mejor lugar del mundo. El amor rebosaba por las paredes. Si te fijabas bien, podías ver como caía a chorros por todos los grifos de la casa y hasta en el suelo barato de terrazo, las piedrecitas formaban corazones, luciérnagas y mariposas.

Las primeras discusiones llegaron pronto. La convivencia mata al amor y más si el amor no es amor, sino simple ilusión. El trabajo no llegaba nunca, el dinero se acababa. Llegaba a casa de estudiar y él seguía muchos días en la cama, o en sofá. Sin hacer nada. A veces lloraba, porque se sentía inútil. Y yo lo perdonaba y lo animaba, y pensaba que todo cambiaría, como piensas siempre que te engañas.

Y ese día, ese Domingo, me desperté sin ganas, porque después de muchos días de discusiones y malas caras, de dormir dándonos la espalda y de monosílabos como idioma, por fin, esa noche, nos acostamos, nos abrazamos e hicimos el amor como hacía tiempo. 

Una tregua, por fin. Una tregua.

Abrió sus preciosos ojos negros, y me miró en silencio. Y seguí pensando que nada en el mundo podría ser mejor que estar ahí, en ese momento.

- ¿Vamos a comer algo rico hoy, no? ¡Es Domingo!- me dijo.

- Perfecto, me encargo yo. Te voy a hacer una fideuà que vas a flipar y vas a desear tenerme a tu lado toda tu puta vida.- le dije, entre risas y besos.

Así que nos levantamos, tomamos café en silencio medio dormidos aún y algunas galletas que quedaban, medio blandas, en el armario.

Empecé con los preparativos, vino abierto, música de fondo, en camiseta y braguitas, moviéndome en la cocina como si tuviera alas en los pies. Él mientras hacía la cama y recogía los platos de la cena. Cotidianidad.

Pero no tenía tomate para el sofrito. Yo que siempre tengo tomates, ese día no tenía tomates. Luego me enteré que la fideuà no se cocina con tomate, ni con sofrito. No lo sabía, ahora ya lo sé. Pero antes NO, no lo sabía. Así que le pedí, previo beso en los labios, por favor que fuera en busca de tomates. Me cogió el culo con las dos manos, me devolvió el beso, y me dijo que por supuesto.

No paso más de media hora, que volvió con los tomates en la mano. Ni siquiera le vi la cara, porque andaba moviendo el caldo.

- Necesito que hablemos un momento.- dijo con los tomates aún en la mano.

Entonces sí, lo mire. Y supe que algo iba mal. 

Me llevó al comedor de la mano, ni siquiera apagué el fuego, el caldo seguí hirviendo sin saber que no hacía falta.

- Creo que ya no te quiero. No sé si ha sido por la convivencia o por las discusiones o por ambas cosas. Pero ya no te quiero. Lo siento- me dijo mirando al suelo.

Los tomates seguía en su bolsa trasparente, ahora sobre la mesa del comedor. Nunca me gustó esa mesa, tenía un vidrio encima que la hacía muy pesada. Pero compré un mantel retro que la camuflaba y quedaba genial. Los tomates si eran realmente bonitos y tenían pinta de oler bien, era verano. Seguro que eran buenos. Me pregunté donde los habría comprado. Solo pude mirar la bolsa y pensar que haría ahora con ellos.

- Si de verdad crees eso, vete. Pero hazlo ya. Recoge tus cosas y vete.


Volví a la cocina, y seguí haciendo la fideuà, como si nada pasara. Ni siquiera podía llorar. Freí los fideos con aceite caliente y ajo, hasta que quedaron bien tostados. Freí también las gambas del domingo y la sepia congelada que me dio mi madre hacia un mes. Incorporé el caldo que no estaba aún hecho, pero daba igual. Y de fondo la música, más baja, y sonidos de cremalleras. Y ruido de armarios que se abren y se cierran. Y pasos a mi espalda.

- Me voy, si quieres ya hablaremos más tranquilos...-

Y la puerta se cerró, y los tomates seguían donde estaban. 

Porque la fideuà se hace sin tomate.

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