CALCETÍN ROJO

Se pasó media hora buscando el calcetín rojo y por fin, tras una ardua búsqueda, apareció debajo de la cama, sucio y hecho un ovillo. Era un hecho bastante anormal en Pedro, todo en su habitación en concreto y en su hogar en general brillaba por el orden y la limpieza. Todo estaba perfectamente colocado para que sus manías continuas estuvieran más o menos controladas. El orden era uno de sus muchos tocs, pero el que menos molesto le parecía y el que más placer le producía. Enseguida achacó su garrafal despiste a su encuentro con María. Por fin se habían atrevido a dejar atrás sus manías y dar el paso definitivo. Era la primera vez que ambos se estrenaban teniendo una cita con un ser del sexo opuesto o mejor dicho, con un ser en general, ya que ninguno de los dos gozaba de una vida social desarrollada y disfrutaban de su casa y de su soledad como solo las personas incomprendidas suelen hacerlo. Pero se habían encontrado y tenían que darse una oportunidad. 

Fue en una tienda de antigüedades. María era coleccionista de lámparas de pie antiguas, de esas que tienen la pantalla de tela bordeada por delicadas pasamanerías de las que cuelgan a veces cuentas de colores, otras suaves borlas de seda y otras veces monedas metálicas. La iluminación de su casa se basaba en estas pequeñas joyas en desuso. Cuando llegaba a casa encendía cinco de ellas, nunca al azar y nunca las mismas, siempre variaba la combinación de manera que todas pudieran lucirse. 

Pedro no coleccionaba nada, pero en aquel lugar se sentía menos extraño y más acompañado. Las personas que habitaban esa tienda solían caerle bien aunque jamás interaccionaba con ninguno de ellos. Pero ese día todo amaneció de manera distinta. Él se sintió más ligero desde que puso el pie en el suelo las cinco veces que requería su ritual, pero no tuvo la necesidad de hacer ninguno más de sus excéntricos protocolos diarios. Sus alma sólo le pedía aquel día vestir los calcetines rojos y salir a la calle. Y así, caminando sin demasiado rumbo, entró en la tienda de Lola, la anticuaria del barrio con la que tenía una simpática pero leve amistad. 

Al cruzar la puerta y saludarla, enseguida notó algo distinto en el ambiente, un olor le atrajo e hizo que dirigiera la mirada hacia el fondo de la tienda y la vio. Olía a jazmín, a rosa inglesa y a alguna otra cosa que no pudo descifrar: dulce, salvaje y con un toque ácido delicioso. Su piel se erizó. Se acercó hacia donde ella estaba. Tocaba con una lentitud hipnotizante las borlas rosadas de una lámpara de los años 70, con una majestuosa pantalla de raso un poco ajada por el tiempo. Su delicadeza en aquel gesto de caricia lo hizo sentir muy raro, mucho más de lo que se sentía normalmente, que era mucho. Se sintió débil y vulnerable ante la presencia de aquel ser con el que enseguida sintió que establecía un vínculo invisible. Ella se giró y lo miró. Una leve sonrisa salió de sus labios. Cogió la lámpara, fue a la caja donde la tendera le cobró y se marchó. Antes de salir dijo adiós a Lola con la mano y se giró para dirigir a Pedro una última mirada que él no supo interpretar. 

Desde entonces él no consiguió dormir una noche entera sin despertarse sobresaltado y sudoroso ante el recuerdo de las manos primorosas de aquella mujer acariciando con parsimonia la tela. Nunca más volvió a ser el mismo. Algunas de sus manías desaparecieron de manera automática, otras llegaron con fuerza, en especial la de oler absolutamente todo lo que caía en sus manos, buscando la nota oculta de aquel perfume. 

Después de una semana de desvelos fue a ver a Lola. Enfundado en el traje de la vergüenza más profunda, con la mirada pegada en la punta de sus lustrosos zapatos, le explicó que necesitaba saber más sobre la muchacha de la lámpara de borlas rosas. Lola, conocedora de la poca peligrosidad de Pedro, pero poseedora de un sentido impecable de la confidencialidad comercial, le dijo que lo único que podía hacer era ponerlos en contacto cuando ella apareciera de nuevo por la tienda, si es que ella accedía y estaba de acuerdo. Pedro aceptó el ofrecimiento, poco más podía hacer. En un papelito con letra pulcrísima escribió su número de teléfono con su nombre encima.

Pasaron las semanas y Pedro sobrevivió como pudo a esa nueva vida envuelta en el caos. Seguía yendo a la oficina media hora antes para abrir las ventanas y ventilar el edificio, para limpiar su mesa cinco veces antes de sentarse y hacer su café de manera minuciosa antes de que sus compañeros convirtieran el office en un vertedero. Aparentemente todos seguían viendo en él al mismo compañero insufrible y maniático, pero Pedro sabía que algo en él había cambiado para siempre. Ya ninguno de aquellos rituales le producían el placer de antaño. Ya nada le hacía sentir en calma. 

Y por fin un día ocurrió, su móvil sonó y en la pantalla se reflejó un número que él desconocía. El cuerpo empezó a temblarle, se le empapó la camisa de sudor y sus manos casi ni podía sostener el teléfono. Se santiguó cinco veces antes de descolgar. Y ahí estaba ella, al otro lado de la línea, tartamudeando exageradamente, no por nervios, sino por trastorno del habla crónico tal y como le explicó ella con gran dificultad. A él le pareció una encantadora característica. En ese momento supo que se llamaba María y le pareció hermoso que su nombre, como el de él, también tuviera cinco letras. Cinco era su número sin duda. Como cinco dedos tiene el pie en el que se enfundó el calcetín rojo aquel día de primavera en que la vio por primera vez y que hoy vuelve a colocarse para acudir por primera vez a cenar con ella en el mejor restaurante del barrio, después de meses de llamadas telefónicas interminables por el interés y el tartamudeo. 

Después del segundo plato, acercando su nariz al cuello de María, descubrió la nota que no encontraba en el perfume: Cuero. No podía ser de otra manera.


Comentarios

  1. Maravilloso!!! Que delicia leer cómo describes los sentidos…

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  2. Fantàsico Vane!!, un placer leer este delicioso relato en el corto trayecto que me separa del aeropuerto.

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  3. Se m'ha fet curt. Vull saber més de la Maria i el Pedro.
    No sabia que Rosa Inglesa era una olor.

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    1. Deixem que Rosa i Pedro evolucionin i potser, qui sap, tornem a saber d'ells. La rosa inglesa es un tipus de rosa diferent a les que solem trobar a les floristeries, amb els pètals del centre mes pegats i concentrats i el seu olor també es una mica dissemblant a la rosa clàssica :)

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  4. Qué elegancia describiendo una historia de amor entretejida entre manías, rituales obsesivos y magníficas señales detrás de ese número cinco... Brava, amiga! Le rezo a tu flujo artístico para que te posea a menudo (:

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