MANIOBRAS DE ESCAPISMO
Sentada en la barra de aquel bar de Lavapiés, recién levantada y en chándal, daba buena cuenta del pincho de tortilla de patatas medio cruda y de un café solo que pronto se quedó corto y se convirtió en doble. La vida empezaba en Madrid. Era lunes, la pandemia seguía presente en la vida diaria de todos y en la calle los currantes caminaban dirección al metro con las mascarillas tapando sus caras de pocas ganas. Ella miraba la escena desde su mesa de aglomerado ochentero, a través del vidrio — que le devolvía su propia imagen y le hacía a la vez de espejo y cristal — como una Alicia urbanita, observando una vida que parecía que no iba con ella. Había llegado hacía una semana. Aburrida de todo y de todos, y a pesar de las recomendaciones sanitarias de no salir excepto en casos de necesidad extrema, cogió un AVE mientras rezaba para que no la pararan en los controles y la dejaran plantada en la estación con una multa y las ganas por los suelos. No tenía motivo, ni siquiera una excusa par